Por Juanjo Perez, Secretario de la ETSII de Ingenieros Industriales

Una de las razones por las que me encanta ser, además de profesor, Secretario en la ETS de Ing. Industriales es que uno puede comprobar casi a diario que la Estadística engaña menos que el algodón: con más de 4000 alumnos matriculados y cientos de oportunidades, por muy baja que sea la probabilidad de que sucedan situaciones extraordinarias, uno tiene asegurado que, con tal de sentarse y esperar un poco, las cosas –todas–  suceden. Pero déjenme que les cuente, desde el principio.

 Imaginen: como consecuencia de una determinada patología, un alumno es ingresado de urgencia para ser operado, precisamente, el día que tiene un examen. Inmediatamente, el alumno se pone en contacto con el profesor para contarle la situación y preguntarle cuándo se le repite el ejercicio. Se imaginan la respuesta estándar, ¿no?: de cada 100 profesores encuestados, 276 responden con palmaditas en la espalda y condolencias de diversa índole.

Lo anterior, que podría suceder casi a diario sin que transcienda al resto de la Comunidad Universitaria, se vuelve extraordinario y, por tanto, visible, cuando el alumno no queda satisfecho con las palmaditas y condolencias y, con perseverante insistencia, eleva su caso a todas las instancias superiores posibles acompañado de sus familiares más directos. Y es entonces cuando surge el debate: “¿por qué no se le va a repetir el examen? Al fin y al cabo tiene derecho a él y no pudo asistir por causa sobrevenida”.

Para resolver esta espinosa cuestión, lo primero que hay que escudriñar es si tiene o no derecho a él; lo propio es echar mano del Estatuto del Estudiante Universitario (RD 1791/2010). Les ahorro la faena: no incluye ese derecho ni de lejos. Sí que es cierto, por ejemplo, que reconoce el derecho al cambio de fecha de exámenes en determinadas circunstancias muy particulares, como la de que el alumno esté convocado el mismo día y a la misma hora a un examen y a una reunión de un órgano colegiado. Parece lógico: la administración no le puede convocar a uno para que esté en dos sitios a la vez. Pero, al margen de eso, no dice nada sobre razones extraordinarias como la que aquí planteamos. Y ante esta ausencia, yo siempre pienso en que el legislador no es que se olvidara de contemplar estos casos: uy-vaya-qué-despiste-más-tonto. Más bien el legislador debió considerar específicamente el no incluir ese derecho. En cuanto a otras leyes o reglamentos, hay quien justifica su postura haciendo uso de determinadas normativas internas de la universidad, pero ya les digo que está peor encajado que el zapato de Cenicienta en el pie de su hermanastra.

Así que, habiendo eliminado de la ecuación los aspectos legales, quedan por escudriñar en los aspectos morales. Una primera reflexión sobre el asunto me invita a pensar que, al tratarse de la administración pública, ésta debe estar al servicio del ciudadano y, por tanto, en la medida de que no distorsione su normal funcionamiento, debe tratar de solventar las situaciones sobrevenidas. A este planteamiento ayuda también lo dados que somos todos –o casi todos– a ayudar al prójimo. Pero, dicho esto, de lo anterior surge inmediatamente una segunda reflexión que impone un principio general que está por encima de lo dicho: la igualdad de oportunidades. Y su carácter superior responde a dos motivos: primero, precisamente por el carácter público de la administración; y segundo porque la Universidad debe dar ejemplo –entre otras cosas– de dicha igualdad.

Aula COIICV

A mi modo de ver, garantizar la igualdad de oportunidades en estos casos solo es posible si se trata de pocos alumnos. Así, si son solo diez y uno de ellos no pudo acudir al examen, puedo enviar un correo a todos los que no se presentaron al examen y les informo de una nueva convocatoria para aquellos que no pudieron asistir por causa sobrevenida.  Y… ¿saben? Ya empiezo a dudar de mi mismo razonamiento. ¿Y si alguno de los que se presentó al primer examen lo hizo tras lograr zafarse de una causa sobrevenida y acudió maltrecho y perjudicado al aula para hacer el examen? ¿Debo repetírselo? ¿Cómo sé que es cierto? ¿Y si baja su nota en el segundo intento? ¿Con qué nota me quedo? Porque claro, si tras sacar las notas pregunto: “¿Hay alguien que fue al examen tras zafarse de una causa sobrevenida que quiere que se lo repita?” de cada 10 alumnos, 23 o más levantarán la mano.

Y el anterior razonamiento era con diez alumnos. Pero ¿y si fueran, como fueron en el caso que nos ocupa, 350 alumnos? Es aquí cuando paro mi discurso para hablarles del síndrome de la abuela muerta. Verán: En diciembre de 1999, y al respecto de las licencias que se suelen dar al alumnado por causas sobrevenidas, el Prof. Mike Adams de la Eastern Connecticut State University publicaba en la revista “Annals of Improbable Research” un estudio muy interesante que partía de la siguiente hipótesis: “La abuela de un estudiante tiene más probabilidades de morir repentinamente justo antes de que el alumno realice un examen, que en cualquier otro momento del año”. El Prof. Adams recogió datos durante 20 años y encontró que la tasa de familiares muertos por cada 100 alumnos se multiplicaba por 1,5 en exámenes parciales y por 2,25 en los finales. Y esto para el subgrupo de los empollones. Porque en el subgrupo de los malotes la tasa se multiplicaba por 21 en los parciales y por 36 en los finales. Ciertamente, como sugiere el autor en su artículo, el estrés causado entre los familiares por la exigencia de las pruebas universitarias puede desembocar en trágicos y súbitos finales. No obstante, ello no explica por qué las abuelas fallecen más que los abuelos en un ratio de 24 a 1.

Reconozcámoslo: somos humanos. Me viene a la mente, y no puedo evitar citarlo, el caso de una amiga que compró un billete de avión–con seguro de cancelación– para volar el día de un examen, consiguiendo que le cambiaran de fecha la prueba. Créanme: si está en juego un examen, unas vacaciones, repetir o no la asignatura, o pagar o no una segunda o tercera matrícula, con 350 alumnos y una Estadística infalible, el fraude está servido.  Y servido el fraude, rota la igualdad de oportunidades.

Pero… ¿y si escribiéramos un cuadro completo de causas por las que un alumno tuviera derecho, al menos en el ámbito de nuestra universidad, a que se le cambie la fecha del examen? Yo propongo la primera causa: “ingreso hospitalario de urgencia para ser operado, precisamente, el día del examen”. Ya tenemos una. ¿Y si…? ¿Y si le operan el día anterior? Así, pensando, se me ocurre que mientras no le den el alta… Pero… ¿por qué necesariamente tiene que estar ingresado? ¿Y si el médico le manda reposo? ¿Debe mandárselo un médico cualquiera o tiene que ser un inspector? ¿Quizá el servicio médico de la universidad? ¿Qué patologías se contemplan en este caso? ¿Vale una gripe? Y… ¿Y si se encuentra bien pero de camino al examen tiene un accidente con el coche? ¿No es acaso igual de incapacitante?; en tal caso, ¿cómo tiene que ser de grave el accidente? ¿Requiere algún certificado médico o psicológico? ¿Es lo mismo si la causa sobrevenida sucede en un examen final que si se trata de un parcial y, por tanto, tiene otra oportunidad? Llegado a este punto, uno coge el Estatuto del Estudiante, se pone en el lugar del legislador, y piensa: “es imposible de regular”.

Así que después de toda esta reflexión, solo se me ocurren dos escenarios posibles, que corresponden a dos extremos. O bien es el Consejo de Gobierno de la universidad quien elabora y aprueba una normativa que recoja con objetividad todas las circunstancias bajo las que un alumno tiene derecho a un cambio de fecha de exámenes, o bien se deja hacer al profesor para que, a título individual, actúe a su juicio –sea cual sea– como siempre se ha hecho.

 Créanme, a mí también me gusta resolver problemas a la gente, pero cuando no se debe, no se puede.