Por Juan Carlos Tobías, ingeniero industrial colegiado.

En el ámbito laboral, se habla de ética profesional o código deontológico, como una serie de principios y reglas de funcionamiento de obligado cumplimiento en una actividad profesional.

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Si acudimos a la RAE la ética se puede entender como el conjunto de normas morales que rigen la conducta de la persona en cualquier ámbito de la vida. No se trata de un conjunto de leyes que debamos acatar y cumplir, sino de una guía que nos influye en nuestra visión y actuación ante la vida misma.

En nuestra carrera profesional tendremos alegrías y decepciones que forjarán nuestro carácter, proporcionándonos lecciones que nos van a influenciar en la visión y actuación ante los hechos cotidianos. Sin embargo, nuestras normas morales, nuestra ética, son las que más influencia deberían tener sobre nosotros y nuestras decisiones.

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La ética de las empresas, y en general la de cualquier entidad, son los valores que unen a los integrantes de cualquier organización y las diferencia. Estos valores deben mandar mensajes inequívocos a todos los grupos de interés relacionados con ella sobre su forma de ser y proceder.

En cualquier caso, toda organización tiene una dimensión estética en lo referente a su apariencia en sentido amplio. Esa dimensión estética debe manifestarse coherente con sus valores pues en caso contrario transmite una imagen de lo que en realidad no es, generando confusión, decepción y pérdida de confianza.

El conflicto surge cuando la estética trasciende a los valores de la empresa entrando en contradicción con la ética del individuo. Es en este contexto donde se genera un caldo de cultivo perfecto para el fracaso de las organizaciones.

La estética depende del momento y la percepción, y por ello es totalmente subjetiva, lo cual la hace totalmente voluble y gaseosa. Sin embargo la ética permanece como un valor de la humanidad y es lo que determina la identidad de las empresas, y lo que es más importante de las personas.