Por Víctor Navarro Reyes, Presidente de Comunicación y Promoción de sede central del COIICV

Vivimos tiempos convulsos en los que la tecnología avanza a un ritmo vertiginoso y esto, junto con la fuerte crisis ¿vivida? hace que, más que nunca, la capacidad de adaptación personal y profesional sea una virtud necesaria, aunque no suficiente.

Las reglas del juego han cambiado. Esto afecta a todos los campos y convierte cualquier principio asentado en nuestro interior en susceptible de ser puesto en duda, si no directamente descartado por obsoleto. Los relojes de muñeca, por ejemplo, han pasado de ser un complemento imprescindible a ser reemplazados por el teléfono móvil y, casi sin darnos cuenta y con la misma velocidad, a ser un gadget con el que muchos esperan revolucionar nuestra experiencia vital.

En este contexto se construye la fábula del ingeniero religioso que a continuación paso a relatar:

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Había una vez un ingeniero dedicado a las ventas, castellanohablante, que llevaba años realizando su labor con un incuestionable éxito. Un día como otro cualquiera, en un pasado cercano, fue llamado al despacho de su jefe – todos tenemos uno, hasta los ingenieros – quien le encomendó la tarea de evangelizar a su público objetivo. O eso creyó entender, pues de la boca de su jefe manaron entre palabras que sí era capaz de entender otras muchas en una lengua desconocida, como funnel, lead, inbound marketing, landing page o social media.

Además del repentino bilingüismo de su jefe, también pudo apreciar un nuevo gusto por las siglas con una casuística singular: en grupos de tres caracteres y con significados difícilmente discernibles a primera vista, ni por el contexto ni por los caracteres empleados en sí mismos. SEO, SEM, CTR, CPM, CPC, RPC, ROI, CPL, CPA entre muchas otras resonaban en su mente. Incluso su jefe dispuso una placa en su despacho, donde ponía las siglas CEO bajo su nombre y apellidos. ¿Sería la traducción de estos al inglés?

El caso es que salió con una par de conceptos perfectamente asentados en su interior. El primero, que lo de visitar a los clientes era algo obsoleto, que ahora había que hablar con ellos a través de un ordenador. Y el segundo, que ya no había que venderles, ahora había que convertirlos. Y presto acudió a una ferretería, a proveerse del embudo que ciertamente, según su jefe, facilitaría este proceso, si bien he de confesaros que en algunos momentos esto último hizo que las dudas se adueñaran de él, pues algunos de sus clientes actuales eran especialmente corpulentos, y no pensaba que la tecnología hubiera avanzado tanto sin que él se enterara como para hacerlos pasar por un agujero de un escaso centímetro de diámetro.

Por no hacerlo muy largo, al final el ingeniero especialista en ventas, tras mucho leer y consultar – y estudiar inglés – discernió que el proceso era significativamente parecido al que venía realizando, complementario y no sustitutivo de éste, aunque al mismo tiempo tenía una serie de diferencias en las que merecía la pena detenerse. Le abría la posibilidad de intentar atraer a individuos totalmente extraños a él, y mediante una estrategia sustentada en múltiples soportes, que algunos de esos visitantes se convirtieran en leads, y con algunos de ellos se cerraran las ventas. Finalmente, estos clientes, mediante los mismos soportes y procesos, podían inclusive llegar a estar encantados y convertirse en prescriptores. Y todo esto con el límite donde lo pusieran su imaginación y su atrevimiento.

Al final, la empresa, su jefe – ahora CEO – y él vivieron felices y comieron perdices juntos a sus conversos. Pero claro, no en todos los negocios se puede aplicar esto… ¿o sí?