Por Juanjo Pérez, Secretario de la ETSII de Ingenieros Industriales

¿Saben? El otro día conté los años que llevo dando clase y me asusté. Después de las vacaciones de navidad, pisé la tarima, sentí de nuevo esas mariposillas en el estómago del primer día de clase, conté los años y terminé exclamando para mis adentros “jolín cuántos añitos ya” pero, en vez de en esta versión Flanders,  en versión barriobajera e incluyendo dos o tres tacos de los gordos. Pero déjenme que les cuente… desde el principio. 

Una de las sensaciones más extrañas que puede experimentar un ser humano es la de ser el centro de atención de una multitud. Por una parte, el instinto más primitivo rechaza estas situaciones en las que uno se vuelve vulnerable al poder ser atacado por cualquiera, pero por otra, cuando uno controla la situación, siente el también primitivo placer de dominar a la bestia. Es el miedo escénico que tantos actores de teatro cuentan que alguna vez han sufrido. Porque subirse a la tarima no es más que eso: representar una obra cuyo guión ha escrito uno mismo y, por tanto, es susceptible de ser cambiado sobre la marcha con tanta improvisación como uno quiera.

Y ahí, en el aula, coexisten miedo y euforia. Y créanme: no hay sensación más maravillosa que la de combinarlos sobre la tarima. La euforia te permite elevar la voz, modularla, subrayar con la palabra, gesticular, improvisar e inventar. Y el miedo es el freno natural que impide excederse con la euforia.

¿Se imaginan? Uno, sumergiendo al alumno en el océano del conocimiento, contando cómo los interruptores de potencia se abren y cierran dejando pasar más o menos energía a una carga, observa de reojo que esa pequeña multitud garabatea en un folio la esencia de lo que dices. Surge lo que llamo “conexión”. En ella, profesor y alumno vibran en sintonía a una misma frecuencia: el profesor acierta en un discurso que penetra en la mente del alumno como cuchillo en mantequilla, y  sabe que éste le está entendiendo, o no, solo con mirarlo. Mola.

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Fuente: Las Provincias

El truco está en mantener ese delicado equilibrio entre miedo y euforia. Si uno se deja vencer por el miedo, es la multitud quien se lo come. Y si uno deja crecer la euforia, termina pecando de histriónico.

Todo esto que les cuento fue fruto de una reflexión que duró un instante y que tuve cuando volví, por vigesimocuarta vez, a empezar el año poniendo el pie sobre la tarima. Y tras la reflexión, inspiré y dije aquello de “Hola, buenos días, me llamo Juanjo Pérez y voy a ser vuestro profesor de Sistemas Electrónicos”.