Juanjo Pérez, Secretario de la ETSI Industriales
Verán ustedes. Como un mes de vacaciones al año se me queda muy corto, hace años cogí el vicio de irme en solitario a destinos cuanto más remotos mejor. Así, a base de llenar de experiencias las horas, cada semana de viaje acumula un mes de vivencias. Pero, déjenme que les cuente. Desde el principio…
Este año tocaba Nepal. No quiero aburrirles con datos estadísticos, pero créanme si les digo que paupérrimo se queda corto. Katmandú, su capital, es un hervidero de vehículos que circulan a golpe de claxon en unas calles pobremente asfaltadas y con total ausencia de semáforos. Los, llamémosles, servicios públicos de transporte consisten en furgonetas privadas cargadas hasta los techos – a veces literalmente– de quien se lo puede costear. Los cortes de fluido eléctrico son diarios especialmente en invierno, cuando las reservas de agua no les dan para generar energía suficiente aunque, por suerte, los hoteles y zonas más turísticas disponen de generadores. Sin embargo, quizá por el hinduismo o por su cultura, los nepalís resultan ser un pueblo extraordinariamente amable. Si alguna vez visitan Nepal, no olviden saludar y despedirse como hacen ellos, juntando las palmas de las manos a la altura del pecho diciendo “namaste”. Significa “te reverencio a ti”. Como ven, podría tirarme varios megabites hablando de Nepal, sus gentes y sus costumbres, pero siendo que éste no es un blog de viajeros y que mi rol es el académico, toca ahora enlazar con el asunto que les quería contar.
Entre los muchos lugares que visitamos se encuentra Panauti, un pueblecito al sur de Katmandú por cuyos rincones anduvimos merodeando y entre sus lugares nos encontramos con la “Shree Punya Secondary School”: una escuela de secundaria de un pueblecito al sur de la capital de un paupérrimo país. Dado que varios del grupo éramos profesores, nuestro guía consiguió permiso para visitarlo. Como se imaginarán, la escuela hacía juego con el país: aulas pequeñísimas con paredes de ladrillo sin lucir e iluminadas solo con la luz del día, atiborradas de mesas de madera y bancos sin respaldo y, como muestra de lujo, una pizarra tamaño DIN A3. El profesor, vestido inmaculadamente de blanco, nos recibió con un inmenso “namaste” y autorizó a los niños, todos ellos uniformados, a abandonar los deberes que estaban haciendo para saludarnos. Créanme si les digo que fue un momento mágico. Recuerdo que me dirigí en mi inglés non-advanced a uno de los niños para decirle que venía de España y, mientras preparaba mi respuesta con la localización geográfica de nuestra península, me contestó con un “oh, my favourite football team plays there: the Barça”. Le sonreí al mocoso, claro, qué iba a hacer si no.
Terminó el viaje, terminó el verano y el mes de septiembre me trajo la vuelta a las aulas. A veces tengo la sensación ser una mezcla de Bill Murray en “Atrapado en el tiempo” y de Robin Williams en “el club de los poetas muertos”, pero de esto ya hablaré en otro post. El caso es que no sé decir si fue durante la primera o durante la segunda clase, pero el recuerdo de aquél día en Panauti me detuvo. Dejé de hablar, dejé la tiza, me senté sobre la mesa y me quedé mirando a los alumnos. Unos, los pocos, dejaron de tomar apuntes, mientras que los otros siguieron hablando entre ellos, escribiendo en sus teléfonos móviles o mirando en las pantallas de tus tablets lo que estuvieran mirando. Y entonces pensé que nuestros alumnos tienen a su alcance el Conocimiento, con mayúscula, impartido en una universidad con aulas perfectamente dotadas, climatizadas, con medios multimedia y un señor sobre una tarima que, mejor o peor, les intenta transmitir todo lo que él sabe de la mejor manera que él sabe. Se matriculan voluntariamente, pagan por ello. ¡Y lo desaprovechan! Resulta tan estúpido como ir al cine a ver una película de estreno y ponerse a oír música con auriculares y a whatsappear con los amigotes. Recuerdo a un estudiante brillante cuya clave del éxito era que al terminar bachillerato decidió no seguir estudiando, por lo que estuvo trabajando unos años en un taller de motos. Allí descubrió que quería aprender más, y quiso aprender. Y entonces triunfó. Por supuesto, aquél día mi clase sobre física de semiconductores terminó ahí, dejando la tiza sobre la mesa, y el tiempo que me quedó lo dediqué a mostrarles a mis alumnos fotos de Panauti, de la “Shree Punya Secondary School”, de Nepal y de sus gentes. Y, por supuesto, les transmití todos estos pensamientos. Y la siguiente clase la tuve llena de alumnos que, esta vez sí, querían aprender.